La ciencia moderna surgió tras el renacimiento, en el siglo XVI y comienzos del XVII, cuando cuatro personajes sobresalientes lograron interpretar de forma muy satisfactoria el comportamiento de los cuerpos celestes. El astrónomo polaco Nicolás Copérnico, propuso un sistema heliocéntrico, en el que los planetas giran alrededor del Sol. Sin embargo, Copérnico estaba convencido de que las órbitas planetarias eran circulares, por lo que su sistema requería unas elaboraciones casi tan complicadas como el sistema de Tolomeo al que pretendía sustituir . El astrónomo danés Tycho Brahe adoptó un compromiso entre los sistemas de Copérnico y Tolomeo; según él, los planetas giraban en torno al Sol, mientras que el Sol giraba alrededor de la Tierra. Brahe era un gran observador y realizó una serie de medidas increíblemente precisas. Esto proporcionó a su ayudante Johannes Kepler los datos para atacar al sistema de Tolomeo y enunciar tres leyes que se ajustaban a una teoría heliocéntrica modificada. Galileo, que había oído hablar de la invención del telescopio, construyó uno, y en 1609 pudo confirmar el sistema heliocéntrico observando las fases del planeta Venus. También descubrió las irregularidades en la superficie de la Luna, los cuatro satélites de Júpiter más brillantes, las manchas solares y muchas estrellas de la Vía Láctea. Los intereses de Galileo no se limitaban a la astronomía: empleando planos inclinados y un reloj de agua perfeccionado ya había demostrado que los objetos tardan lo mismo en caer, independientemente de su masa (lo que invalidaba los postulados de Aristóteles), y que la velocidad de los mismos aumenta de forma uniforme con el tiempo de caída. Los descubrimientos astronómicos de Galileo y sus trabajos sobre mecánica precedieron la obra del matemático y físico británico del siglo XVII Isaac Newton, uno de los científicos más grandes de la historia.